20.2.07

Junco

Juliana era una ranita que vivía encantada en su ciénaga. Allí tenía todo: peñascos donde descansar, suaves hojas con las que acariciaba su rugosa espalda, camalotes donde viajaba cómoda y dormitaba con la panza hacia arriba, despatarrada; la compañía de otras ranas para cantarle a la lluvia, el tibio suspiro del viento que la anunciaba, y la cálida sonrisa del sol, cuando se volvían a amigar. Juli adoraba esos momentos porque era cuando más bichitos podía alcanzar de un solo lengüetazo. Ella cuidaba ese lugar, porque ahí vivirían también sus crías, el día que el manojo brotado en múltiples bolitas rosas, despidiera los renacuajos y estos llegaran solos hasta su mamá. O su reptil procreadora. Lo esperaba con ansias, y de la felicidad contenida pegaba saltitos de un lado al otro, haciendo sapito entre flores del irupé. Había sentido croar acerca de esa leyenda, y anhelaba que un día otro sapo hiciera semejante acto de generosa entrega hacia ella. Esa tarde, ilusionada, vio llegar lo que pensó se trataba del reflejo de un arcoiris, cada vez más grande, más brillante. La suerte de Juli no le era esquiva, sólo mala. Entonces, en un rapto de locura, se tiró de brazos y patas abiertas. La mancha en el agua era de aceites y residuos tóxicos. Sus ranitas hoy la recuerdan y le prenden luciérnagas al tronco de un junco, porque ese, como ella era siempre, estaba erguido, fuerte… y solo. Pero nunca + lo dejaron así-

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